Solo en Cines
escrito por Kenra Lobo
Nivel Universidad
1er Lugar
Desde pequeña, mis padres me inculcaron un gran amor por el cine. Cada fin de semana comprábamos palomitas, nos sentábamos en las butacas y nos volvíamos parte de la historia que se presentaba en pantalla. En cierto modo, considero que también la vida es como una película. En mi caso, lentamente pasó de ser una comedia familiar a una cinta de horror protagonizada por mi papá.
Describir a detalle la violencia que sufrí por parte de este hombre sería como intentar contar todo un programa de TV de 5 temporadas con aproximadamente 365 episodios cada una. Sin embargo, a esta reencarnación de Hans Landa (tan terrible como aparentemente carismático) no le bastó una orden de restricción para mantenerse alejado de mí. De esta manera, mi tranquila noche de verano se convirtió en una escena que ni siquiera Alfred Hitchcock hubiese imaginado:
En esa ocasión, me encontraba en la planta baja, recostada en la sala mientras miraba en la computadora un filme. Su título, American Psycho, fue una premonición de lo que sucedería después. Súbitamente, la luz eléctrica de mi casa se fue por completo, por lo que me levanté de mi asiento para ver qué ocurría. En ese momento, en el exterior oí el portón abrirse de par en par, cosa extraña, pues mi madre no solía llegar a esa hora del trabajo. Sin darle mayor importancia, tomé la llave de la entrada principal para abrir, pero cuando estuve a punto de insertarla en la cerradura, un destello a través de su cristal esmerilado proyectó la silueta oscura de una criatura enfurecida clamando mi nombre y exigiendo que le abriese.
Al reconocer a mi agresor, corrí de inmediato con celular en mano a esconderme al tiempo en que escuchaba sus coléricos puños golpear la puerta.
Tras sumergirme en completa oscuridad bajo mi cama, llamé al 911.
Llamé.
Llamé.
Llamé.
Y tres veces nadie me respondió.
En ese momento, comprendí la conmoción que plasman los personajes de las cintas de terror ante la presencia de una amenaza. No obstante, a comparación de ellos, mi situación se llevaba a cabo en un escenario sin cámaras ni efectos especiales. Todo era real.
Cuando por fin llamé a mi familia para contarle la escena, oía sus voces lejanas mí, y en su lugar retumbaban los golpazos del candado del pasillo por donde mi padre ahora intentaba ingresar.
Es curioso, pues cuando estás cerca de la muerte, es cuando más ganas te dan de vivir. Pensé que sería mi fin y que lo último que vería cuando mi papá lograse entrar, sería su rostro ensombrecido maldiciéndome. Pero como una imprevista escena post-créditos, pronto los ruidos del atacante cesaron y el sonido de varias patrullas se abrieron paso en mi colonia.
Ya que ser valiente no es nunca tener miedo, sino enfrentar lo que te atemoriza, tomé la llave de la entrada y salí de mi hogar. Afuera ya no se encontraba mi papá, sino mi familia junto a varios policías esperándome.
Si bien el villano huyó poco antes de poder ser aprehendido, los héroes de esta historia nos dispusimos a poner otra denuncia en su contra.
FIN
Ah, ¿creíste que era todo?
Este testimonio que parece extraído de la ficción es una realidad para muchas mujeres en México. Nuestros monstruos no tienen dientes afilados ni garras espeluznantes, sino violencia y maldad en su corazón.
Historias como la mía no ocurren sólo en cines.
La realidad supera a la ficción, pero si ahí también se obtienen finales felices haciendo lo correcto, ¿qué esperas para tomar acción ciudadana?